Fernando Manero
La percepción visual que se tiene del problema no alcanza los niveles de dramatismo con que aparece en los países de bajo nivel de desarrollo, donde el fenómeno de los “niños de la calle” marca una impronta en el paisaje urbano que, una vez vista, jamás se podrá olvidar. Sin embargo, y aunque no resulte tan traumática en sus manifestaciones públicas, no es hecho que deba ser ignorado, entre otras razones porque nos resulta próximo, nos acompaña en el día a día, aflora, a poco que nos detengamos en ello, cuando uno menos se lo espera. Y, si no se ve, si no se siente como tal, es porque con frecuencia permanece oculto, sumido en las interioridades de la privacidad familiar, voluntariamente recatado ante la sensación de pudor que proporciona el hecho de que se conozca. En estas condiciones – de percepción limitada por la discreción con que se aborda - evoluciona y crece el problema de la pobreza en el mundo del desarrollo, donde, como he señalado en una entrada anterior, no cesa de agravarse en un contexto de acentuación creciente de las desigualdades.
Dentro de este panorama cobra especial gravedad la constatación de los umbrales de pobreza en que se encuentra la población más vulnerable, la más dependiente. Si tradicionalmente se trataba de un problema asociado a la etapa final de la vida, en nuestros días – y coexistiendo con éste- adquiere mayor importancia cuantitativa el sector de la infancia lacerada por el estigma de la mala calidad de vida que deriva de la ausencia de recursos. Poco se ha hablado de él, apenas referencias aisladas han aparecido de cuando en cuando, o en todo caso la valoración de su magnitud se ha visto minimizada por el alcance, sin duda limitado, de la experiencia de cada cual. Por eso, cuando se analiza con rigor no ha lugar a la simplificación ni está justificado mirar para otro lado. Se dispone ya de perspectiva suficiente desde que en 2004 se puso en marcha la Encuesta de Condiciones de Vida (Instituto Nacional de Estadística) que refleja la situación en que se encuentra la sociedad española en algo tan fundamental como es su situación respecto a los valores que identifican su nivel de bienestar y la satisfacción de sus necesidades.
En esta fuente se apoya el informe elaborado por UNICEF España, referido a las condiciones en que viven los niños españoles en la actualidad (2012). Las conclusiones obtenidas son alarmantes y oscurecen aún más un panorama que ya era sombrío con anterioridad. Téngase en cuenta que a comienzos de la década actual cerca del 14% de los menores de edad residían en hogares sumidos en una pobreza acusada, entendiendo como tales los casos de familias con dos niños menores de 14 años y con ingresos inferiores a los 10.983 euros. Dos años después los umbrales de pobreza infantil han superado por primera vez el 25 %, cinco puntos más que los alcanzados en 2011, lo que se traduce en la existencia de un amplísimo grupo de 205.000 niños más residentes en hogares donde los ingresos se sitúan por debajo del nivel de la pobreza.
Si a estos datos se suman los que al tiempo aporta el Informe, revelando magnitudes a menudo ignoradas, se llega a la estremecedora conclusión de que España es en la Unión Europea uno de los países con tasas de pobreza infantil más elevadas, solo por encima de Rumania y Bulgaria. Doloroso récord que obliga a pensar, a profundizar en el conocimiento del problema y a plantear medidas de actuación que acometan el problema – aún está pendiente la elaboración de ese Plan Nacional contra la Pobreza Infantil, recomendado en 2010 por el Comité de los Derechosdel Niño – aun a sabiendas de que su raiz se encuentra en los demoledores efectos sociales y económicos que la crisis financiera está ocasionando en España con impactos gravísimos sobre los sectores más débiles de la sociedad.
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