Este artículo me ha recordado una anécdota que me contaban hace unos días: un prestigioso diplomático finlandés, al que le preguntaron durante una cena cómo había llegado a ejercer su profesión, contestaba: “Quería ser maestro, pero no logré superar los exámenes de entrada y terminé siendo diplomático.”
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Cada día disponemos de más datos concretos y medibles acerca del papel crucial de los factores ambientales en nuestras vidas, más allá incluso de nuestras circunstancias y de nuestra genética. Uno de los elementos claves en los primeros años de vida de las personas es sin duda la figura del profesor, como vuelve a poner de manifiesto este reciente estudio de la Universidad de Florida, que afirma que una labor docente deficiente debilita una buena disposición genética y cultural del alumno, y al revés.
La labor docente es determinante para la disposición del alumno (imagen: Grupo Punset Producciones).
Claro que la importancia del impacto del entorno en el desarrollo de las personas resulta intuitivamente evidente: de hecho casi todos recordamos, con agradecimiento o con dolor, algún profesor de nuestra infancia que dejó una huella inesperada, para bien o para mal. Pero celebro que estemos empezando a desarrollar formas concretas de medir y de reconocer en su justa medida el impacto incuestionable de la labor del profesor en el aula, no solo en lo académico, sino también en el desarrollo social y emocional del niño.
La aplicación rigurosa de estos conocimientos en la formación y en la labor docente implicará un cambio fundamental y trascendente en la vida de nuestros niños y jóvenes. Será uno de los cambios más esperados y también más necesarios si queremos lograr una sociedad justa, que reconozca y fomente no solo el bienestar físico, sino también la salud social y emocional de sus ciudadanos.
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