La figura del profesor tradicional es la que sigue predominando en los centros educativos. Se trata de un profesor recto, serio, intransigente, mandón, sin paciencia y autoritario.
Su metodología es la enseñanza insulsa, la disciplina, el silencio absoluto, la mirada asesina, el castigo, la amenaza, la impaciencia, los gritos, las órdenes y la imposición.
No importa la idiosincrasia de cada alumno, las diferentes personalidades que pueda haber en el aula, los ditintos ritmos de aprendizaje, los entornos familiares, las actitudes y aptitudes o las necesidades específicas de cada alumno.
Solamente importa él mismo. Él manda y no debe haber ningún reproche. Quien no siga el ritmo de las clases es abandonado o puesto en evidencia. Trata a su grupo de alumnos como un rebaño de ovejas a los que puede gritar si algo no funciona como él quiere.
Este tipo de profesores piensan que enseñar es mandar ejercicios y poner orden en clase. No entienden que delante suyo tienen niños y no personas adultas. Que es lógico que cuando estén cansados hablen o se distraigan, que muchas veces no entiendan lo que enseña el profesor, que su vida dentro y fuera del colegio debe ser la de un niño y no una jornada laboral con horas extras por las tardes.
Estos profesores deben cambiar los gritos por la comprensión, las órdenes por indicaciones, pasar de ser el jefe a ser un guía, de ser inaccesible a ser receptivo, las amenazas por consejos, la impaciencia por la paciencia, la imposición por la proposición y la autoridad por respeto.
Entender, en definitiva, que el aprendizaje debe ser recíproco. El profesor no debe ser la figura absoluta de la sabiduría. Quizá en la Edad Media pero no en el siglo XXI.
Tienen que comprender que el centro educativo es su lugar de trabajo y su labor se encuentra más allá de las paredes de su aula. Que la vida de cada alumno es la misma dentro y fuera del colegio. Saber que cada día es diferente porque están educando personas y no arengando a una cuadrilla de peones.
Todo esto no ha cambiado a lo largo de los años por la vagancia y la pereza de los profesores. Por no querer seguir aprendiendo y evolucionar como profesores. Creer que en el momento que ya ejercen no tienen que hacer nada más. Así acaban convirtiéndose en profesores ineptos incapaces de digerir las dificultades que conlleva la educación de unos niños.
Sabiendo en el siglo que nos encontramos, con todo lo que ello conlleva y nos puede ofrecer, esperemos que estos profesores despierten de ese banal letargo y evolucionen todos en favor de los alumnos. Los alumnos son los importantes y los profesores se hacen importantes cuando cumplen con su cometido.
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